Antonio Berni
Tal vez los dos mayores mitos de la plástica argentina sean criaturas hechas con medias de seda, cartones viejos y pedazos oxidados de zinc. Antonio Berni empezó a convivir con el cabecita Juan Laguna y con la muchacha alegre llamada Ramona Montiel hace poco menos de veinte años [1] cuando ya era un creador famoso.
Nacido en Roldán, cerca de Rosario de Santa Fe, en 1905, Berni fue primero un pintor surrealista durante los años de aprendizaje en París (1925-1930), y luego resolvió adentrarse en Santiago del Estero (1947-1956), tras una experiencia como empleado municipal. Su vuelta a Buenos Aires coincide con el descubrimiento de nuevas experiencias formales, a través de las cuales la primitiva pintura de Berni va apoderándose del espacio (y convirtiéndose en escultura) y del tiempo (para revelarse también como espectáculo teatral).
No son solo los triunfos de la forma los que han hecho de Berni un gran creador, coronado con el premio mayor de la Bienal de Venecia a fines de la década del 60. Son su franco y constante amor por las gentes del pueblo y sus constantes reclamos contra la injusticia los atributos que en verdad enaltecen su obra y le dan perduración.
En El team de Nueva Chicago, ahora en poder del Museo de Arte Moderno de Nueva York, comienza a asomar el rostro de Juanito Laguna. Aunque yo diría que Juanito es un arquetipo y no un ser humano preciso del cual pude tomar el rostro, la manera de vestir, la forma de andar. Es la síntesis de muchos Juanitos Laguna que fui conociendo a lo largo de mi vida.
Después del año 59, ese arquetipo comenzó a tener vida propia. Antes había figurado de modo anónimo en todos los niños pobres que pinté, porque la figura humana, y en especial la de los niños, siempre tuvo una fuerte preponderancia en mis trabajos.
Al Juanito Laguna arquetipo lo ubiqué en los extramuros del Gran Buenos Aires y más precisamente en una villa miseria, como Villa Tachito, Villa Insuperable, Villa Saldías o cualquiera de las tantas que crecen en el cinturón de la Capital Federal.
En esa época, yo andaba haciendo mis apuntes por las barriadas. Cuando encontraba un chiquilín, le decía:
─ ¡Vení, che: te voy a hacer un dibujo!
Le daba una propina y en cinco o diez minutos le hacía un boceto en mi álbum.
También tomaba apuntes de las barriadas y en particular de las casas. Entonces advertí que la pintura en sí –la acuarela, la témpera, o el óleo− no me alcanzaba para dar la intensidad expresiva que yo buscaba. Y comencé a coleccionar materiales de desecho, latas, cartones, maderas y papeles: todos materiales con los que, por otra parte, estaban construidas las viviendas humildes de los habitantes de las villas. Con esos elementos realicé una serie de collages. En ese momento tenía una especie de furgoneta con la que recorría los baldíos, las quemas, las callejuelas y recogía cuanto encontraba como nuevo material expresivo.
Todo ese material de rezago más la pintura configuraron un lenguaje nuevo. Y “fabriqué” con ese lenguaje una serie de paisajes que luego fueron expuestos en la galería Witcomb.
En aquellas composiciones figuraban algunos personajes que aún no se habían apoderado del primer plano del cuadro. Poco a poco, sin embargo, los personajes comenzaron a crecer. Sobre todo un chico, que resumió a todos los chicos que yo veía durante mis excursiones por extramuros. Cuando ese personaje se transformó en una obsesión, lo bauticé como Juanito Laguna. Juanito, porque es el diminutivo más característico de ese ambiente. Y Laguna, porque es un apellido típico del interior, de ese interior del país que se había precipitado sobre Buenos Aires inmediatamente después de la guerra, cuando se produjo el desarrollo industrial.
Creo que también lo bauticé “Laguna” porque, cuando yo era niño, tuve en el campo un amiguito con ese mismo apellido. Mi niñez transcurrió en la provincia de Santa Fe, en Roldán, departamento de San Lorenzo.
Lagunita, mi amigo, era hijo de peones, criollos, que trabajaban en las cosechas. Sus antepasados no siempre habían sido peones. Cuando se comenzó a construir el ferrocarril que uniría Rosario con Córdoba, la ley de concesión acordaba a los ingleses una legua de campo a un lado y a otro de las vías. Los grandes propietarios, que tenían títulos, fueron expropiados y pagados. Pero había muchos criollos que poseían la tierra desde hacía ya tiempo, aun desde la época de la Conquista, pero que no tenían títulos. A ellos no se les pagó nada y se transformaron en peones. A este segundo grupo de criollos, que fueron absorbidos por las obras del ferrocarril, pertenecía la familia de mi amigo Laguna.
De Roldán, ese pueblo, eran mis abuelos maternos. En su tiempo fueron inmigrantes, los primeros pobladores que llegaron a la zona. La compañía de tierras, una empresa paralela a la de los ferrocarriles, explotaba los campos. Y esa compañía de tierras había trazado los pueblos: no en la Argentina sino en Londres, por vaya a saber qué departamento de urbanismo y arquitectura. De modo que Roldán tenía el mismo trazado urbano de todos los otros pueblos construidos sobre la línea, con sus estaciones idénticas, dado que el material venía de Inglaterra: techos de dos aguas, andén cubierto por una galería y playa de maniobras.
Cuando se terminaron las obras del ferrocarril, los familiares de Laguna, mi amigo, se convirtieron en cosecheros. Hijo de peón, a los 15 años se transformó en peón. Todos vivían muy pobremente porque en ese entonces el trabajo manual era mal pagado. Años más tarde lo volví a ver: estaba tuberculoso. El terrible esfuerzo físico, la mala alimentación, la falta de atención médica, terminaron con sus pulmones y a los 30 años murió.
Es muy posible que la figura de mi amigo Laguna se haya mezclada subconscientemente con los muchos otros “cabecitas negras” que vinieron a Buenos Aires en la década del 40 dando como resultado final a ese arquetipo que yo bauticé como Juanito Laguna. Pero Juanito Laguna de ningún modo es mi amigo de infancia. Juanito tiene muchos componentes del Laguna que yo conocí en Roldán pero tiene también otros que lo diferencian. Yo diría que mi compañero de juego ha sido una especie de motivación sensible. Es posible, también, que yo me haya imaginado el destino posterior de Lagunita si no hubiera muerto tuberculoso a los 30 años: con toda seguridad habría sido atraído por las posibilidades económicas de Buenos Aires, posiblemente habría dejado Roldán y en Villa Tachito, en Villa Piolín o en Villa Insuperable habría construido su casa de chapas, maderas y cartón alquitranado; posiblemente se habría convertido en un obrero de fábrica lleno de nostalgias por la naturaleza salvaje que ambos supimos gozar en los años de la escuela primaria.
Porque con Lagunita de Roldán fuimos muy compañeros. Con él solíamos ir a cazar patos. Yo tenía una escopeta de calibre 12 y Lagunita llevaba una honda. Sin embargo, yo le prestaba mi escopeta para que tirara unos tiros, y a su vez él me prestaba la honda. Por el camino siempre levantábamos unas perdices, alguna que otra liebre.
A Lagunita lo conocí en la escuela. Justamente, yo tenía un caballo llamado “Malacara” con el cual iba a la escuelita, que quedaba como a una legua de casa. Por la noche lo encerraba en el corral y a la madrugada lo ensillaba con una bolsa como único apero y por todo freno con una piola le hacía un bocado. Cargaba mis útiles escolares y de un salto subía en Malacara. Por el camino lo levantaba a Lagunita.
Cuando llegaba a la escuela le quitaba al caballo la bolsa y el bocado, le daba un latigazo y el animal se volvía solo a casa. No me gustaba tenerlo atado a un palenque durante las cuatro horas de clase como hacían los otros muchachos.
A la salida de la escuela aprovechábamos con Laguna algún sulky que iba en dirección a casa, o algún carro lechero. Es decir, hacíamos sulky-stop o carro-stop según las circunstancias.
Es verdad que yo tenía otros amigos pero cuando comencé a pintar los temas de los marginados, reflexioné y me pareció que Laguna, el más desamparado, era el que más necesitaba ser rescatado del olvido.
Es que Laguna pertenecía a toda una estirpe de olvidados. Uno de sus antepasados había tomado parte en el Combate de San Lorenzo y allí murió. Él me solía contar que los soldados que murieron en San Lorenzo fueron enterrados cerca del convento y que una bisabuela sabía dónde estaban enterrados los granaderos y dónde los españoles. Pasaron los años y la tumba de esos héroes fue olvidada: no había ni una cruz, ni una lápida que los recordara. En un momento dado, los historiadores y las autoridades quisieron ubicar los sepulcros de los caídos. No pudieron. Ni los franciscanos del convento sabían dónde estaban: no había quedado ningún documento. Finalmente, lo lograron gracias a esa vieja que vivía a unos cuantos kilómetros de San Lorenzo y que iba a poner flores en cada aniversario de la batalla; ella decía que allí estaba enterrado su bisabuelo.
Esa falta de reconocimiento hacia la paisanada que todo lo dio en los campos de batalla, y hacia sus descendientes, que todo lo dan para la grandeza económica de la Nación en nuestros días, es lo que me movió también a que dentro de mí nacieran Juanito Laguna con su familia y con sus amigos. Al crearlo me parecía que estaba pagando una deuda con todos los grandes olvidados de nuestra vida nacional.
A Juanito Laguna, mi arquetipo, no quise presentarlo como a un pobre chico sino como a un chico pobre, lo que es muy distinto. ¡Pero con todo un porvenir, con toda una esperanza y, hasta diremos, con un cierto optimismo frente a la vida! No es un personaje vencido, por el contrario. Es un personaje que lucha, que pasa por vicisitudes y por necesidades, pero cree en el porvenir.
Y ahora hablemos de Ramona Montiel. Si bien su génesis es distinta a la de Juanito, el trasfondo del personaje tiene algo de parecido. A Ramona no puedo particularizarla tanto. Quizás no tiene una motivación subconsciente como la tuvo Juanito. Sin embargo, algo tienen en común: el nombre. Ramona y Montiel, también obedece a esa idea de dar la imagen de una mujer típicamente argentina, aunque no la presento como criolla.
Ramona es una mujer que pasa por todas las situaciones: puede ser una muchacha del interior que ha llegado a Buenos Aires, que ha comenzado a trabajar de sirvienta; su vida ha sido difícil: fue obrera, tuvo un amante y hasta ha llegado a ser prostituta porque la vida la arrastró a todo eso. Como Juanito, Ramona es un arquetipo representativo de un fenómeno social muy frecuente en la vida de los grandes conglomerados urbanos. Cualquiera que recorra las fábricas, los lugares de diversión, los locales nocturnos de Buenos Aires se encontrará con muchísimas Ramonas Montiel. Por eso no hay una obra que sintetice a este personaje. Yo la fui descubriendo a lo largo de muchas obras. En cada una de ellas hay un fragmento de la vida de Ramona. Un instante que no es el definitivo sino tan solo circunstancial.
Tanto es así que entre una Ramona obrera de un grabado o la Ramona de mi composición titulada Apoteosis de Ramona, donde la muestro como la gran cocotte triunfadora de una vida fácil, hay grandes hiatos. Cada cuadro es una etapa biográfica. Entre un cuadro y otro, ni yo mismo sé qué le ha ocurrido a Ramona.
Otra similitud entre Ramona y Juanito es la técnica que empleo para expresarme: el collage. Pero el collage de Juanito Laguna es muy distinto al de Ramona. Los materiales que utilizo en ambos casos están relacionados directamente con las significaciones. La significación del mundo de Ramona es distinta de la significación del mundo de Juanito. Para expresar el mundo de Ramona, yo empleo telas lujosas, o telas sencillas, o incluyo en el collage joyas sofisticadas y unas medias muy finas. En cambio, los materiales que empleo para los collages de Juanito son todos de rezagos: pedazos de chapa de zinc, pedazos de cajones de frutas, telas remendadas, trozos de cartón alquitranado. A ámbitos distintos, materiales distintos. Como Ramona no vive, y no ha vivido en una villa miseria ─todavía─, como yo la he ubicado en la ciudad, los materiales no son materiales de rezago. Ramona más bien se mueve en un ambiente de tango. Juanito no es un personaje que tiene fuertes matices folclóricos porque está más ligado al pasado criollo.
En resumen, Ramona nació en forma diferente a la de Juanito Laguna. De ella solo conozco etapas de su vida. Tanto es así que cuando en el teatro Odeón, Jorge Glusberg y Graciela Luciani representaron un espectáculo breve que tenía a Ramona como personaje (espectáculo que fue preparado para el Congreso Internacional de Arquitectura y que duraba unos 20 minutos), me enfrenté con el siguiente problema: al ser Ramona un personaje múltiple tenía que dar una idea de esa multiplicidad. Para ello, ubiqué a la intérprete en una cama enorme, en medio de la escena. Detrás de la cama se colocaron tres pantallas. Ramona dormía en un mar de sábanas y se movía aguijoneada por sus pesadillas, que se reflejaban en las pantallas. Eran verdaderos infiernos: eróticos los unos; de culpa, los otros; trágicos, los más. Al final, Ramona emergía de las sábanas, que medían cerca de veinte metros, y bailaba como en una suerte de exorcismo.
En el fondo de la escena también había un teatro con luz negra y en él pendía un maniquí enorme cuyos miembros se separaban y se unían en forma muy, pero muy lenta. También era una proyección de los sueños de Ramona. En un instante dado, aparecía un monstruo de esos que yo hago y la imagen de un obispo iluminada con luces violetas que se desplazaba con lentitud y que representaba los remordimientos que constantemente persiguen al personaje.
A raíz de esa experiencia, ahora estoy esbozando otro espectáculo más largo, siempre con Ramona como protagonista. Pero pienso que, por su multiplicidad, el personaje tendrá que estar a cargo de varias actrices que jugarán las diversas etapas por las cuales ha pasado y pasa la Montiel. En este espectáculo también estará representado el mundo psíquico de Ramona, con sus obsesiones, traumas y pesadillas pobladas de monstruos y dragones. Porque de Ramona no solo conozco etapas de la vida sino también su interioridad. A esa interioridad pertenece toda esa serie que he titulado El triunfo de la muerte. Y cosa curiosa: a ese mundo interior, de pesadilla, lo hice también con rezagos, con detritus. Pero tienen otro simbolismo y otro significado que los rezagos utilizados en los collages de Juanito Laguna.
Si bien ya tengo pensada esta futura obra de teatro, no la escribí aún en razón de que casi no hay diálogos. Lo importante será el movimiento de imágenes, la gestualidad de los intérpretes, los juegos ópticos.
¡Qué curioso! Un año después de que Glusberg y Graciela Luciani presentaran esa breve experiencia en el Odeón −que duró un solo día−, en el Festival de Nancy, en Francia, actuaba el conjunto del norteamericano Bob Wilson con su espectáculo La mirada del sordo y me sorprendió −salvando las limitaciones de mis recursos− la similitud de las intenciones expresivas de esa puesta con las de mi espectáculo sobre Ramona Montiel. Y diría más: en ciertos aspectos hasta había equivalencias estéticas sorprendentes. Yo no sabía ni siquiera la existencia de Robert Wilson. La única diferencia que hay entre él y yo es que Wilson se dedica exclusivamente al teatro; y yo, no, aunque el autor y director norteamericano en sus comienzos fue pintor. Además, tiene los inagotables recursos de las grandes instituciones estadounidenses que le permiten montar una maquinaria costosísima con la que aquí no podemos ni soñar siquiera.
Pero lo sorprendente es que dos personas, sin conocerse, viviendo en lugares distintos, por una evolución de similares concepciones estéticas, llegan a resultados conceptuales idénticos.
Llegué al teatro del mismo modo que llegué al collage. Porque en cierto momento, cuando el lápiz, la acuarela o la témpera no me bastaban para expresar el mundo de Juanito Laguna, recurrí al collage. Pasé de la pintura plana al arte bidimensional. Y al ahondar el mundo de Ramona, cuando ya el collage, lo bidimensional, no me sirven, cuando los monstruos del subconsciente de mi personaje me reclaman y me urgen, desemboco en la escultura. Pero la escultura es estática, carece de temporalidad. El teatro es la temporalidad, una dimensión dentro de la cual ahora debo hacer vivir a Ramona. Me hacían falta la escultura y la temporalidad.
No creo que dentro de mí nazcan otros personajes tan claros como Ramona Montiel y Juanito Laguna. Por lo menos, no siento que estén creciendo en mí. Tal vez el personaje que ahora me obsesiona sea la sociedad misma. Creo que los hechos cotidianos nos rebasan, tanto aquí como afuera. Pero veo que para expresar esos hechos, Ramona y Juanito también sirven, porque a los dos los puedo ubicar en miles de situaciones: ambos son personajes-síntesis y por ello pueden ser actores de los acontecimientos contemporáneos más diversos.
En cierto sentido es una paradoja: los personajes que yo he creado han terminado apoderándose de mí.
[1] Esta entrevista es de octubre de 1974