Juan Carlos Thorry
Con ese motivo me llevaba a mí, que era su sobrino predilecto −porque él fue quien me crió y quien me quería hacer médico−, a ver todas las funciones de teatro. Tal vez por ahí yo comencé a conocer los escenarios por dentro, y pienso que eso debió haber influido en la elección de mi futura carrera.
Lo cierto es que, ya estando en el colegio secundario (yo hice el bachillerato en el colegio San José, de Buenos Aires), en todas las divisiones había un cuadro filodramático. Y cada mes le correspondía a una división hacer un espectáculo en el gran salón de actos del colegio, que era un salón de actos precioso.
A mi división le tocó una vez presentar una pieza. Y habían elegido como obra El médico a palos, de Molière. Pues en esa pieza hice un papel. Y esa fue mi primera incursión escénica.
Después, con el correr de los años, naturalmente, comenzaron los festivales estudiantiles. Yo intervine en la formación de un conjunto que se llamó Estudiantes de Derecho. Si bien yo había comenzado a estudiar medicina, primero dejé esta carrera en segundo año porque ya tenía “inquietudes” artísticas. La medicina me había desilusionado un poco.
Por una desgracia que hubo en mi familia, pensé que el único relojero que podía arreglar ese reloj era ese médico que yo iba a ser por influencia de mi tío. Este y los mejores médicos de Buenos Aires se reunieron en torno al lecho de enferma de una tía mía, a quien yo quería mucho, y no pudieron hacer nada… Entonces, yo pensé que la medicina tampoco me iba a servir a mí. Me desilusioné. Dejé la carrera, y como quería darle con el gusto a mi familia que deseaba un universitario, me inscribí y comencé a estudiar notariado en la Facultad de Derecho.
Con ese motivo me vinculé con todos mis compañeros de la Facultad. Y en el Centro de Estudiantes hicimos un cuadro filodramático, influidos en gran parte por una troupe uruguaya que fue famosa en su época: la del Club Atenas, de Montevideo, que venía de tanto en tanto a Buenos Aires. Esa “troupe ateniense” hacía espectáculos musicales, revistas en las cuales los muchachos hacían de todo: de coreógrafos, de bailarines y de… bailarinas, cantaban, bailaban, etcétera. Era una revista muy al estilo francés. Esa troupe uruguaya fue la causa de que una gran cantidad de gente importante del espectáculo –los Collazo, por ejemplo, que fueron autores de tangos− se inspiraran en ella. Nosotros también, inspirándonos en ella, formamos la Troupe de Estudiantes de Derecho.
En esa Troupe de Estudiantes de Derecho nos hicimos amigos con el vasco Raúl Sánchez Reynoso, con quien después habríamos de ser los creadores de la Santa Paula Serenaders, aquella famosa orquesta de jazz. Con Sánchez Reynoso hicimos festivales estudiantiles, y así se inició mi vinculación con el espectáculo y mi separación, cada vez mayor, de los estudios universitarios, que abandoné definitivamente cuando empecé la carrera teatral.
Estábamos una noche con algunos compañeros en el viejo Richmond de Esmeralda, que ya ha desaparecido, frente al Teatro Maipo, donde nos reuníamos todas las noches después de los espectáculos. Tenía yo 17 años. Con mis amigos hacíamos mesas, cercanas a las mesas de la gente importante del espectáculo. Había una mesa en la que siempre se reunían Pepe Arias, Amadori, Antonio Botta y Enrique Santos Discépolo. Usted se imagina a esos pibes de 17 años, ¡cómo mirábamos a esa gente y cómo los escuchábamos! Enrique Santos Discépolo, un día, se acercó a nuestra mesa –ya nos conocía como habitués del café– y nos dijo si queríamos trabajar para él. Iba a montar un espectáculo que se iba a llamar Mis canciones 1932, en el Teatro Monumental, de la calle Corrientes.
Allí debutamos. En ese espectáculo estaba Tania, que estrenó el tango Secreto. Y como yo canturreaba más que los demás, Enrique me dio un número a mí haciendo pareja con una cantante muy buena que se llamaba Margarita Solá. Hicimos un vals de Discépolo muy bonito.
Después de eso –primera incursión en el espectáculo, digamos “rentado”, porque cobré mis primeros pesos–, ya el venenito se había introducido muy hondo en mi carne y, naturalmente, me lancé a andar por ahí viendo gente. Me hice amigo de don Claudio Martínez Paiva y de Fernando Ochoa. Se iban a hacer unos espectáculos radioteatrales en el cine París, muy importantes. Fernando Ochoa era la primera figura, Martínez Paiva era el autor de las pequeñas obras y don Atilio Zúparo era el director de escena.
Allí aprendí muchas cosas. La fundamental: aprendí a pararme en un escenario. Yo entré allí para cantar jazz con Rudy Ayala –en esa época ya era chansonnier de la orquesta de ese director–, pero mis comienzos como locutor, animador o maestro de ceremonias (como debe llamárselo realmente) fue por accidente, gracias a que ese público era muy especial. El espectáculo era continuado. La emisora, en lugar de transmitir desde un estudio, lo hacía desde un teatro. Y del espectáculo participaba todo el equipo de la radio, los cantores, los tríos, los dúos y los pequeños radioteatros, pero escenificados. Estaban Paquito Bustos y Leonor Rinaldi. Pero, ¿qué pasaba? El show, que empezaba a las 5 de la tarde y terminaba a las 12 de la noche (se cobraba 50 centavos la entrada), tenía lugar en el cine París, de la calle Suipacha, que desapareció (ahora creo que es un depósito). La sala era de la antigua casa Scherr, y estaba dentro de la tienda. El público no aguantaba a los presentadores, no sé por qué razón. Les tomaban el pelo, les tiraban cosas. Los fueron cambiando, hasta que un día llegó el momento de la función y no había presentadores para el espectáculo. Yo me estaba preparando, pues debía cantar con la orquesta de Rudy Ayala, y en ese momento pasó Martínez Paiva por el pasillo. Iba furioso, diciendo:
― ¡A ver, que salga alguno que tenga smoking y que se ponga a presentar!
Me vio y me dijo:
― ¿Vos tenés smoking?
― Sí, señor… mire…
― Bueno, andá al escenario y presentá el espectáculo.
Y así salí a presentar por primera vez en un escenario, haciendo de maestro de ceremonias. Y me fue bien. El público me aguantó y me quedé como presentador.
Después comencé a aprender papeles de los pequeños sketches y así me fui enterando de los secretos de esta larga carrera que es el teatro, mucho más difícil de lo que la gente cree. Y yo he comprobado que es muy cierto ese refrán que dice: “Para ser actor hay que gastar varios pares de zapatos en el escenario”.
De esa época tengo un recuerdo muy lindo. En el cine París hacíamos un cuadro, Rudy Ayala con su jazz y conmigo. Yo cantaba en inglés y la orquesta de Juan Canaro tocaba tangos. Era un contrapunto entre el tango y el jazz. Y el público votaba. En la puerta había unas urnas. El pianista de la orquesta de Juan Canaro era Rodolfo Biaggi, con quien me unió una gran amistad y con quien un día pergeñamos algo. Él me hizo oír el tango Indiferencia, y ahí, sobre el piano, en el escenario, en un ensayo, en un rato de descanso, yo compuse la letra de ese tango que tantas satisfacciones me habría de dar. Porque tengo muchas cositas así, de las cuales soy autor. Las letras pero también las músicas. Por ejemplo, Mi serenata, con Eduardo Donato, otro tango que se difundió mucho.
Mi trabajo profesional definitivo, pensando ya que ese iba a ser mi modus vivendi, lo que me iba a permitir afrontar la vida, comenzó en 1935… ¡Es curioso, porque las tres actividades más importantes, o sea la radio, el teatro y el cine, empezaron simultáneamente ese año!
Me contrató Luis César Amadori, que seguramente me había visto en el cine París, para el Teatro Maipo como chansonnier. Al mismo tiempo, en Radio El Mundo empecé mis actividades como locutor, animador y presentador, partenaire de Niní Marshall. Y sobre esas cosas debo referirme en forma especial, porque cada una de ellas merece un capítulo aparte.
En la radio, lo de Niní Marshall fue muy gracioso: yo conocía a Niní y la había oído hacer “Cándida” en Radio Municipal, donde también cantaba. Un avisador de Radio El Mundo, el Jabón Llauró, le dio a ”Cándida” la oportunidad de hacerlo en esa emisora porque la firma anunciadora pensaba que “Cándida” era una especie de lavandera que vendría muy bien para promocionar su jabón. Pero como los programas de esa firma estaban en combinación publicitaria con la Tienda La Piedad (ellos tenían dos audiciones cada uno por semana, pero conjuntamente: era lo que se llamaba “un paquete publicitario”), el señor Córdoba, de La Piedad, le pidió a Niní que escribiera otro personaje. Entonces le dije a Niní que el personaje ideal era “Catita”. Yo la había oído hacerlo en privado y era una maravilla. Le hicimos al señor Córdoba una prueba de “Catita”, el nuevo personaje, y el anunciador nos miró como si estuviéramos locos y me dijo:
─ ¡Pero usted está loco! ¡El personaje que hace esta señora es precisamente el tipo de clientas que nosotros tenemos en La Piedad!
De todas maneras el programa salió al aire y fue el éxito que todos conocen.
En Radio El Mundo llegué a tener 16 medias horas por semana, que yo producía y en algunas actuaba, dirigía, cantaba y hacía de todo. Y hasta tuve una oficina propia, para manejar dieciséis programas por semana es de imaginar que había que estar permanentemente en la radio. Además, tenía un equipo que trabajaba conmigo.
Hablando ahora del teatro, Amadori me contrató para el Maipo, como dije. Y comencé mi carrera teatral con una suerte única porque es muy difícil entrar en un teatro de la importancia del Maipo sin ningún antecedente, y figurar directamente en el cartel junto a las primeras figuras: Pepe Arias, Sofía Bozán, Gloria Guzmán, Tita Merello, Marcos Caplán, Severo Fernández. Con todos esos nombres yo tuve la suerte de comenzar mi carrera en el teatro.
En cuanto al cine, un poquito antes de eso, pero casi simultáneamente, yo estaba cantando con la Santa Paula Serenaders (actividad que dejé para hacer teatro, cine y radio) en el Richmond de Florida. La Santa Paula Serenaders, como dije, fue una orquesta que fundamos con el vasco Sánchez Reynoso a raíz del éxito de Los estudiantes de Hollywood, de Don Dean, aquella famosa orquesta que trajo Don Dean de los Estados Unidos y que actuaba en el Roof Garden del Alvear. La Santa Paula Serenaders era una orquesta de estudiantes argentinos. Por supuesto, que de los catorce o quince músicos, no todos éramos estudiantes, pero la mayoría, sí. Alguno de ellos, como el doctor Simón Teplisky, uno de los grandes urólogos de nuestro país, era el primer violín de la orquesta. El doctor De Elía y muchos otros profesionales tocaban en la orquesta.
Yo estaba cantando, como dije, en el Richmond de Florida y un día aparecieron la señora Tita Merello, el señor Manuel Romero y el señor Bayón Herrera. La conocía a Tita, pues habíamos sido compañeros en el cine París, donde ella había actuado también. Tita me quería mucho y yo siempre lo digo cada vez que puedo, que a ella le debo mi carrera cinematográfica. Porque ella me presentó a Manuel Romero, que me había oído cantar en el Richmond y que, despavorido, cuando me conoció, le dijo a Tita:
─ ¡Pero vos sos loca! ¡Ese tipo canta en inglés! ¿Y este señor va a reemplazar a Carlos Gardel?
Erróneamente, la gente cree que Romero me dio ese papel de El caballo del pueblo, que así se llamaba la película. La verdad es que Romero se había peleado con Gardel y para él, le había escrito el argumento después de su famosa Luces de Buenos Aires, filmada en París. Cuando sobrevino la pelea con Gardel, Romero había dicho:
─ ¡Lo voy a reemplazar con un desconocido, con un cualquiera, con alguien que no sea nada!
Y, efectivamente, me encontró a mí. Era un papel protagónico y en la película debía cantar tres o cuatro tangos y varias canciones. Era un papel muy lindo, y ahí anda todavía el filme dando vueltas. A veces lo pasan por televisión.
Filmé El caballo del pueblo, luego que Romero me tomó una prueba. Y así empezó mi carrera cinematográfica. De ahí salieron todas las demás películas que fueron, hasta la fecha, unas cincuenta y ocho como actor y seis como director.
El caballo del pueblo tenía un reparto en el que figuraban Enrique Serrano, Olinda Bozán, Pedro Quartucci, Irma Córdoba que fue mi primera novia cinematográfica y con la cual me casaba en la película. Ella era “la chica” y yo “el muchacho”. Más tarde nos volvimos a encontrar con Irma Córdoba haciendo Rosas amarillas, rosas rojas, después de tantos años. Y me volvía a casar con ella, porque en esa obra de teatro era mi mujer.
Después de El caballo del pueblo, seguimos en Luminton, que era esa empresa pionera del cine argentino, a la par de Argentina Sono Film. Toda la gente de Luminton es de gratísima recordación para mí. Estaban el doctor Susini, el doctor José Guerrico, el director Francisco Mugica, el guionista Oyarzábal, el doctor Romero Carranza, en fin, toda esa gente que hizo tanto por el cine argentino. Ellos hacían de todo: hacían cámara, las luces, el sonido. Cuando se produjo la grave crisis del cine argentino, durante la guerra, por la falta de celuloide, ellos inventaron un sistema que en broma llamábamos “el recauchutaje” de la película. En realidad, era un reemulsionado. Las películas viejas se lavaban y se reemulsionaban con una emulsión hecha en casa. Naturalmente, eran de mala calidad, pero sirvieron para solucionar la crisis y por ello se pudo seguir filmando.
Con eso iniciamos una época a la que yo llamaría la “era de oro” del cine argentino. Llegamos a filmar de 60 a 70 películas por año. Y el público apoyó en gran forma al cine argentino, que no solo tuvo gran difusión en nuestro país sino en toda América, hegemonía que después se perdió cuando el cine mexicano, muy inteligentemente administrado, invadió el mercado y desplazó a las películas argentinas.
No podría nombrar todas las películas que hice porque son muchas. Pero mencionaría algunos de los títulos que recuerdo con más cariño. Por supuesto, toda la secuencia de La señora de Pérez (1944), con Mirtha Legrand. Aunque esa no fue la primera película de Mirtha, pero creo que en ella hizo uno de sus papeles más importantes. La primera fue Los martes orquídeas (1941). Era muy jovencita, tendria 14 o 15 años. Y una prueba de esto fue que Mugica y yo le enseñamos a caminar con tacos altos en el patio del estudio de Luminton.
El retrato (1947) fue la película que me valió el Premio Municipal al mejor actor del año. Otras películas de muy grata recordación fueron aquellas que filmé con Benito Perojo: La hostería del caballito blanco (1946) y La casta Susana (1944). Quiero recordar también las comedias que hice con Carlos Schlipper, gran director de comedias con quien yo aprendí mucho, tanto como con Francisco Mugica, de quien fui asistente de dirección. Ambos aprendizajes me sirvieron más tarde para hacer mis pininos como director, aunque, desgraciadamente en esta actividad no tuve gran repercusión. Lo confieso con mucha vergüenza, pero tal vez porque no seguí o porque no me dediqué del todo. Pienso que para dirigir cine hay que tener una dedicación completa. No se puede dirigir cine haciendo otras actividades. Hoy en día la dirección cinematográfica exige una gran dedicación y mucho tiempo para hacerla.
En 1935, como dije, inicié mi carrera teatral profesional en el Maipo. Estuve seis o siete años seguidos, con alguna interrupción. Después volví a actuar. Y en 1948 me llamaron Paulina Singerman y su marido Pepe Vázquez, empresario del Odeón. Era el mes de julio y estaba en mitad de la temporada del Maipo. Querían que compartiera el cartel de una comedia húngara titulada Vuelva usted el primero. Yo, naturalmente, tenía contrato con el Maipo, pero ese sueño dorado mío de entrar en la comedia se me realizaba. Y se me realizaba nada menos que al lado de Paulina Singerman, que era el espaldarazo máximo que podía esperar un actor de comedias. Amadori y Botta lo comprendieron así y me autorizaron a rescindir el contrato. Me despidieron con una gran fiesta todos mis compañeros y –todavía me emociono cuando lo recuerdo─ yo pasé del Maipo al Odeón, como primer actor de Paulina.
Más tarde también con ella, estrenamos o, mejor dicho, reestrenamos en el Odeón, Vidas Privadas, de Noël Coward. Yo hacía pareja con Paulina Singerman, y la otra pareja estaba formada por Juanita Sujo y Ernesto Rechena.
Terminada la temporada del Odeón me contrataron en el Astral para hacer Si Eva se hubiese vestido, una comedia musical que recuerdo enormemente porque era de Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari, los grandes comediógrafos argentinos, con música de Paul Mizrahi, el compositor francés. En el elenco estábamos Enrique Serrano; Gloria Guzmán; Castrito, aquel gran galán cómico; y yo. Un gran elenco y una comedia musical deliciosa. Para recordarle algo, nada más, para ubicarlo en lo que era esa comedia musical, piense que de esa comedia es aquella canción que comenzaba: La mujer que al amor no se asoma…, esa hermosa canción de Mizrahi, con letra de Sixto Pondal Ríos y Olivari.
A partir de allí siguió una larga cadena de éxitos y de estrenos. La segunda comedia musical importante que hice fue El otro yo de Marcela, también de Pondal Ríos y Olivari. Pero que esta vez tenía música de Mariano Mores, que también actuaba. En el reparto estaban Blackie y Delia Garcés, nada menos.
De pronto comencé a pensar que yo podía dirigir teatro y realmente me gustaba mucho hacerlo. Me documenté bastante. Leí mucho. Estudié mucho y me lancé a dirigir.
Hicimos rubro con Gloria Guzmán en el Teatro Apolo. Estrenamos Mi suegra es una fiera, con Benita Puértolas. En ese momento me llamó Abel Santa Cruz, que recién empezaba su larga carrera de comediógrafo. Había tenido algún éxito, pero no era el prolífico autor que es ahora. Un día vino a verme y me dijo:
─ Mirá, tengo una obra que creo que es para vos y para Gloria. Anda justa.
La pieza se llamaba Los maridos de mamá. Leí el libro. Me encantó. Lo llamé a Francisco Gallo, empresario del Astral. Le dije:
─ Mirá, Pancho, aquí tenemos una comedia que es excelente.
─ Yo estoy un poco disgustado con Gloria Guzmán – me contestó─. Pero de todas maneras sé que la podemos hacer.
Lo reconcilié a Gallo con Gloria, y en ese momento apareció Analia Gadé, que era una chica jovencita a quien yo conocía porque había ganado un concurso cinematográfico organizado por Chas de Cruz y había trabajado conmigo en una película, La serpiente de cascabel.
Siendo Analía la dama joven, formamos rubro con Gloria Guzmán y dirigidos por mí, estrenamos Los maridos de mamá, y así cumplimos tres temporadas seguidas en el Smart, hoy Blanca Podestá.
Luego, las obras se sucedieron una tras otra: Hay que bañar al nene, también de Abel Santa Cruz, con el mismo rubro encabezó una larga cadena de éxitos que yo diría, para sintetizar, que su recuerdo principal se centraliza en Colomba, del gran dramaturgo francés Jean Anouilh. Yo soñaba con hacerla. Y soñaba con hacerla no solo porque era un hermoso montaje, sino porque además pensaba que era el trampolín hacia el estrellato que necesitaba Analia Gadé: en ese momento ya se había convertido en mi mujer.
Lo convencí a Gallo, es decir, casi lo extorsioné porque le dije:
― Mire, después de tantos éxitos y de todo el dinero que ha ganado con nosotros, si usted quiere que sigamos tiene que dejarme hacer Colomba.
― Pero mire que Colomba es un drama, que es una cosa distinta, que no va a andar…
― ¡No importa! ¡Lo hacemos o nos vamos!
Gallo aflojó y así fue como hicimos Colomba, en el Smart, con un gran éxito de crítica y un público especializado porque, realmente no fue un éxito masivo. Pero quedé satisfecho porque para mí fue un gran trabajo que significó poder concretar muchas cosas que yo quería realizar en el escenario y que no podía hacer en las llamadas comedias normales. Colomba requería otra clase de montaje, otra clase de iluminación, otra clase de efectos. Y no solo significó eso, no solo la llegada de Analía Gadé al principal cartel, sino la llegada de dos nombres que cuando usted sepa de quiénes se trata se va a dar cuenta de la importancia que tuvo para mí el haber sido yo quien los trajo de la mano al escenario. Fueron dos galanes: uno, Lautaro Murúa, que era un muchachito que empezaba en Chile y trabajaba en teatro en la Universidad de Santiago. Yo lo llamé, le hice una prueba y le di el papel del canallita de la obra de Anouilh, que le venía muy bien. El otro galán a quien le tomé una prueba era un muchacho que acababa de regresar de España, un argentino que había estado por ahí, “rascando”, como decimos en la jerga teatral, sin mayor suerte. Le hice una prueba, una de esas pruebas sangrientas que se hacen en el teatro después de la función, con una luz de ensayo sobre el escenario, dándole una hojita para que la recite: el muchacho temblaba como una hoja: me demostró que tenía grandes condiciones, y más tarde pude comprobar que no me había equivocado para nada: se trataba de Alfredo Alcón. Murúa y Alcón son dos nombres a los que me regocija y me enorgullece haberles dado una mano alguna vez para traerlos a nuestros escenarios.
Colomba, en teatro es quizás lo más importante que yo hice en la Argentina. Después de eso hubo una gira teatral. Es verdad que en estas memorias condensadas, me salteo muchos acontecimientos menores y solo hablo de los que yo llamaría hitos de mi vida teatral.
Esa gira la hicimos con Gloria Guzmán en 1946, con un elenco de 20 personas y 7 toneladas de material –porque llevábamos doce espectáculos, doce comedias puestas y en todas las plazas terminábamos con la comedia musical Si Eva se hubiese vestido−. ¡Imagínense, por favor, lo que era desplazar 20 personas de la compañía y 7 toneladas de material por todos los países de América. Trabajamos durante 2 años en las ciudades más importantes de todos los países de América hasta México. En todos lados tuvimos enormes éxitos. Yo quisiera de alguna manera, sin falsa vanidad, poder recordar que tengo las críticas más maravillosas que se puedan haber hecho a actores argentinos en el continente, tanto a Gloria Guzmán como a mí.
En México filmé una película que se llamó Los maderos de San Juan. En ella tuve el placer de trabajar con el patriarca de los actores mexicanos: don Francisco Soler.
Volví a la Argentina. Las temporadas de teatro se sucedieron, siempre haciendo rubro con mi mujer, Analía Gadé.
También trabajé con Esteban Serrador, con quien formamos rubro con el Gran Splendid. Allí hacíamos una obra de Carlos Gorostiza titulada El reloj de Baltasar, y allí me di el gusto de hacer una obra de Antonio Buero Vallejo, un gran autor español: Historia de una escalera. Y digo con mucho orgullo que, a pesar de ser yo empresa y director de la compañía, para esa obra llamé a un director extraordinario, a don Antonio Cunill Cabanellas, porque pensé que la responsabilidad era mucha para que yo dirigiera y actuara en esa pieza. Nos dirigió Cunill Cabanellas, querido, recordado y admirado amigo. Actuando en esa obra, un día Serrador nos dijo si queríamos ir a España. Él se carteaba con Arturo Serrano, un empresario del Teatro Infanta Isabel, de Madrid. Le propuso que llevara una compañía argentina o, mejor dicho, la base de una compañía argentina para actuar en Madrid. Esteban no creía que, tanto yo como Analía le íbamos a decir que sí. Y en una inolvidable noche de póker, en el departamento de Esteban, le pusimos las bases a esa patriada que fue irnos a España: Analía, Esteban, su hermana Teresa Serrador y yo para hacer teatro en Madrid. Íbamos contratados para hacer una temporada de 3 meses con La voz de la tórtola y alguna otra comedia. Nos quedamos 6 años.
Esteban se separó al año siguiente del rubro. Quedamos Analía y yo, y tuvimos grandes éxitos en toda España, con muchas obras de teatro. Analía comenzó a hacer cine, convirtiéndose, como lo es actualmente, en la estrella número uno, en la actriz número uno del cine y del teatro español.
¿Recuerdos de teatro en España? Podría nombrar todas las comedias que hicimos con Analía Gadé y, tal vez, como satisfacción personal el montaje que hice de una comedia musical nada menos que de don José María Pemán. Tuve la suerte de hacerme amigo de don José María y él me confió la dirección y el montaje de su comedia La viudita naviera, que creo es la única experiencia musical de Pemán. Tuvo un éxito tremendo en Madrid. Fue lo último que yo hice allí, pues pensaba venir por una temporada a Buenos Aires. Aprovechaba el verano español, que es el invierno argentino, para ver a mi gente en Buenos Aires. Efectivamente: después de La viudita… viajé a la Argentina. Ya me esperaban en el Canal 13 para ofrecerme un contrato. Me quedé en Buenos Aires.
¿Qué más le puedo decir de teatro? Seguí actuando. Hice algunas temporadas. Lo último que hice es Rosas amarillas, rosas rojas, con Mirtha Legrand, Paulina Singerman, Irma Córdoba, Carlos Estrada, Víctor Villa, en el Teatro Cómico. Y actualmente estoy en Chicago, en El Nacional, con Nélida Lobato, Ámbar La Fox, Jovita Luna y Marty Cosens.
El teatro, para mí, es quizás la mayor de las satisfacciones y pienso que mi verdadera vocación. Lo que realmente me gusta es hacer teatro, más que radio, más que cine, más que televisión.
Numerosas veces, cuando me han preguntado por qué me gusta más el teatro, yo he respondido: “Yo pienso que la diferencia que hay entre el teatro y las demás expresiones del espectáculo es la misma que hay entre las sardinas frescas y las sardinas en lata. El teatro es la sardina fresca”.
Ahora hablemos de la radio, de aquella radio donde yo empecé. De Radio El Mundo en 1935, de los grandes éxitos con Niní Marshall. Fueron varios años de grandes sucesos, con todos sus personajes. Hice muchísimos programas de entretenimientos. No puedo acordarme de todas las cosas que hice en radio: sería un mero catálogo de cosas porque, como dije, hacía dieciséis medias horas en El Mundo, así como también algunos programas por Radio Belgrano. Actualmente, estoy haciendo un programa matinal en Radio El Mundo, un programa de tipo periodístico, musical, de comentarios, que se llama Radio minuto en El Mundo.
Yo tuve la suerte de ser testigo de los primeros momentos de la televisión en Buenos Aires. Antes de eso, quiero aclarar que yo, en los Estados Unidos, en un viaje que hice en 1948 realicé un curso completo en la NBC para latinoamericanos de dirección y switcher, como le llaman ellos, es decir de la parte técnica. Hice el curso completo por curiosidad, más que nada. Y cuando volví a Buenos Aires me encontré con que todo lo que había aprendido allí no me servía para nada, porque las cosas que se daban aquí eran muy distintas, antiguas ya para lo que se hacía entonces. Había que aprender todo de nuevo. En fin, ese fue mi primer contacto con la televisión en los Estados Unidos, donde tuve el gusto de hacer un programa invitado, por supuesto, con Wendy Barry, un comentarista al que podría comparar con Andrés Percivale o con Mirtha Legrand en sus almuerzos. Me invitó, me hizo un reportaje, y salió muy divertido.
Es decir, que ya tenía contactos con la televisión antes de que esta llegara a Buenos Aires.
A los primeros programas de tv que se hicieron en Buenos Aires nos invitaron. Estábamos dando Petit-Café, una pieza que hacíamos con Analía Gadé y Diana Maggi. Era una comedia musical que hacíamos en el Grand Splendid, de la Avenida Santa Fe. Y esto lo traigo a colación, aunque haya que trastocar las fechas y enredar un poco la parte cronológica, pero sí debo decirlo, porque Petit-Café –fíjense en la época: nadie había soñado con transformar Pigmalion en una comedia musical como My Fair Lady− era una pieza de Tristán Bernard a la que convertí en comedia musical. Y con un buen amigo, Emilio Brameri, que es músico, le pusimos los cantables. Nos adelantamos unos 15 años o algo más a la idea de los americanos de convertir a las grandes obras en comedias musicales.
Volvamos al tema televisión. Nos invitaron al Canal 7 para que hiciéramos un fragmento de Petit-Café, que estábamos dando en el Splendid. Y allí fuimos con Analía y con las chicas del elenco. Fue mi primer contacto con la televisión argentina. Después hice algunos entretenimientos en aquella época, tipo maestro de ceremonias y, volviendo de España, como mencioné antes, me esperaban de Canal 13. Me llamó Oscar Luis Maza, que era el director, para hacer un programa de teleteatro, y la animación de algún musical. Así fue como hice Casino Phillips, el gran programa musical de Canal 13 en sus comienzos. Para el teleteatro, Maza me preguntó qué es lo que deseaba.
― Mirá ―le dije―, yo quiero hacer un personaje que me gusta mucho, el personaje que hice en las películas con Mirtha Legrand: el doctor Pérez.
Lo llamamos a Abel Santa Cruz y así salió Doctor Cándido Pérez, señoras, un programa que acaparó los ratings argentinos durante 6 o 7 años.
Eso significó, entre otras cosas, no volver a España. Es decir, volví a España en alguna vacación rápida de 15 días o de un mes, pero ya me quedé definitivamente y cada vez me comprometí en nuevas cosas: programas en el Canal 13, en Canal 9 –adonde pasé después−, un programa para mujeres en Canal 7 por la tarde. Y actualmente estoy haciendo algunos especiales en el 13. Tengo en proyecto un programa que se va a llamar Libertad de Buenos Aires que, por supuesto, es una cabalgata de Libertad Lamarque.
Y en el futuro, Dios dirá.